Hasta 1943, año en que se descubrió la
estreptomicina, primer antibiótico contra la tuberculosis, la mitad de
quienes contraían este mal infeccioso, que ataca los pulmones,
fallecían. Infortunadamente, dichas tasas de mortalidad, que se
redujeron a partir de entonces gracias a medicamentos de este tipo y a
políticas eficaces de salud pública, han vuelto a dispararse por la
llamada tuberculosis extremadamente resistente, aquella que no responde
a ningún antibiótico conocido.
Este mal, detectado por primera vez hace
dos años en África, ya está hoy presente en 50 países. Según un
reciente estudio científico, dicha enfermedad causa la muerte a la
mitad de los pacientes que la contraen. En una era en que se elucubra
en torno a los potenciales aportes de la ingeniería genética y a las
aplicaciones derivadas de la investigación con células madre, cabe
preguntar por qué, de acuerdo con Naciones Unidas, se retrocedió a
grado tal que, de los diez millones de casos de tuberculosis que se
producen cada año en el mundo, medio millón son resistentes a los
tratamientos convencionales.
Aunque cueste creerlo, dicha resistencia
se debe en gran parte al uso irresponsable que la gente hace de los
antibióticos; los consumidores no solo los utilizan por su cuenta para
tratar dolencias como la gripa, frente a las cuales estos medicamentos
son inocuos, sino que, cuando sí son formulados por un médico, en un
alto porcentaje los pacientes no los usan siguiendo los plazos y las
dosis recomendados. Aunque en Colombia se han registrado casos de esta
tuberculosis resistente, todavía no se considera un problema de grandes
dimensiones; no obstante, con cerca de 11.000 enfermos nuevos por año,
podría llegar a serlo si el sistema de salud sigue teniendo problemas,
por ejemplo, para identificar los casos potenciales (búsqueda de
contactos), para garantizar tratamientos completos a los afectados y
para lograr que estos cumplan con ellos.
Otro factor tiene que ver con el
desarrollo de nuevos antibióticos. Estos fármacos fueron descubiertos
hace 55 años, cuando la penicilina mostró sus virtudes para curar a
cientos de miles de heridos que sobrevivieron a la Segunda Guerra
Mundial. A partir de ese momento hubo un marcado desarrollo de fármacos
de esta clase, sumamente efectivos. A raíz de ese logro, la industria y
los científicos cometieron el error de pensar que se había ganado la
batalla contra las infecciones, así que, durante 20 años (entre las
décadas de los 70 y de los 90), dejaron de destinar esfuerzos y
recursos para investigación. Además, como el costo de desarrollar un
medicamento es tan alto (se invierten 500 millones de dólares desde que
un científico genera una idea hasta que la droga llega al mercado), las
compañías encontraron que la recuperación de tal inversión en
antibióticos no era tan rápida como la que se obtenía con otros
productos de demanda masiva y más atractivos, como los cosméticos y los
adelgazantes.
Lo lamentable del asunto es que esta
situación les cuesta hoy la vida a decenas de miles de personas, la
mayoría, de las regiones más pobres, que se enfrentan sin herramientas
modernas a males del medioevo, como el cólera (que en Zimbabue ha
dejado 1.000 muertos y 18.000 infectados). Queda claro que, mientras se
avanza en la búsqueda de alternativas farmacológicas contra estas
enfermedades, a los sistemas de salud de cada país les cabe la
responsabilidad de minimizar el riesgo de que estas se propaguen. Esto
solo se logra con programas serios y estructurados de promoción y
prevención que, a diferencia de los antibióticos, siempre serán
eficaces.
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