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Un pionero de la Pediatría PDF Imprimir E-Mail
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viernes, 17 de julio de 2009

Florencio Escardó: memorias de un pediatra Un hombre locuaz, de un humor exquisito y de modales refinados, que vestía siempre de elegante traje pero anticuado y que exhibía un moño al mejor estilo Fred Astaire.

Dicen quienes lo recuerdan, que era un hombre locuaz, de un humor exquisito y de modales refinados, que vestía siempre de elegante traje pero anticuado y que exhibía un moño al mejor estilo Fred Astaire. Cuando reía, desenfundaba la risa de un niño pícaro a punto de cometer una travesura. Hombre de ideales del enciclopedismo de Rousseau y de la reforma universitaria. Lector voraz de Píndaro, San Cipriano, Tácito, Séneca, Cicerón; y tan amante de la voz de Carlos Gardel como de las calles de Buenos Aires que tanto le dieron letra a su alter ego, Piolín de Macramé.  Los innumerables discípulos que dejó a lo largo de su trayectoria docente, principalmente los que trabajaron junto con él en la Isla Maciel, lo recuerdan con el mote de Maestro; una mezcla de sentimientos que amalgama la sustancia del cariño y la admiración.

Florencio Escardó fue un hombre comprometido emocionalmente con aquello que creyó justo. Un intelectual implicado con la medicina sanitaria, la política, la educación; con todo aquello en que la voz del hombre estuviese involucrada con su impronta humana, como sinónimo de perfección moral. Y sobre todo fue pediatra. No un médico de niños: pediatra, como le gustaba que lo llamasen y lo recordasen en la posteridad, pues, decía, la pediatría es la medicina del hombre y le incumbe todo lo que a cuidado y encauce físico se refiere (alimentación, higiene), y todo lo que a cuidado y encauce psicosocial se refiere (regulación afectiva de la vida familiar).

La sala 17 del Hospital de Niños Dr. Ricardo Gutiérrez en la que el doctor Escardó desarrolló las grandes innovaciones de la pediatría en la Argentina, sería recordada como el epicentro de la medicina humanizada. En aquellas primeras incursiones en que las madres de bajos recursos se internaban junto con sus hijos para que la recuperación del niño no fuese traumática, Escardó habría de desplegar uno de los argumentos más lúcidos que se le conocen en cuanto a la defensa de su ideal. Ante el revuelo y el desorden que causaba este nuevo tipo de modalidad hospitalaria, pues todas las madres querían internar a sus hijos en la sala dirigida por Florencio, el director del hospital le pidió explicaciones al jefe de la 17, que justificasen el alboroto que había provocado por internar a las madres junto con los pacientes. Escardó lo miró fijo. Déme un argumento razonable de por qué no debo hacerlo, le contestó. El portazo que sonó de tras de él, habría de cerrar innumerables años de abandono y “hospitalismo” en los niños, temática que supo desarrollar junto a Eva Giberti, su esposa, en una obra referencial sobre la conducta médica que recorrería el país y que abriría una nueva forma de observar un fenómeno que nadie había podido advertir.

Florencio Escardó nació en la provincia de Mendoza un 4 de agosto de 1904. Probablemente esta condición de origen geográfica le permitió transformarse, con los años de residencia en la gran ciudad, (había llegado a Buenos Aires junto con sus padres a los cuatro años) en un porteño de mirada objetiva; imparcialidad que quedaría expresada, con el tiempo, en las sucesivas ediciones de sus “¡Oh!” (escuetas pero incisivas narraciones humorísticas e irónicas con un marcado estilo “Aguafuertes” arlterianas) o en sus clásicas obras “Geografía” y “Nueva geografía de Buenos Aires” (impecables descripciones de los 100 barrios porteños).

Escardó pertenece a esa generación argentina que fue dominada por la mano de hierro de la llamada República Conservadora, con su modelo agroexportador que alimentaba con granos y carnes a una Europa preocupada por la producción a destajo de bienes y servicios. Por aquellos años, el viejo continente danzaba de la mano de Darwin y de los microbios; unas estructuras imperceptibles e inestables como el espacio y el tiempo explicados por Albert Einstein en su teoría de la relatividad de 1905. 

Escritor modernista con finas incursiones en la vanguardia de la generación del 20’, Florencio hundió la pluma en la poesía a los 22 años cuando publica en 1926 “Poemas de la noche y del silencio”; obra bucólica – pastoril en la que realizaría sus primeras exploraciones en la estética del lenguaje poético. En una foto familiar de aquellos años, en la que sorprende su parecido con García Lorca, se advierte a un joven Florencio con la fuerza arrolladora de un tren. Eran los años en que mediaba la culminación del Colegio Nacional Bs. As. y su ingreso a la Facultad de ciencias médicas. Años, por cierto, de una íntima vocación para el ejercicio de la medicina pediátrica. De esta forma Florencio comenzaba a tomar contacto con la educación universitaria sistematizada. Por esos tiempos, la Facultad de Medicina (emplazada en el actual edificio de la Facultad de Ciencias Económicas) estaba gobernada por un grupo de notables: Juvencio Z. Arce, del Instituto de Anatomía Normal y Medicina Operatoria;  Bernardo A. Houssay, del Instituto de Fisiología; Luis Agote, del Instituto Modelo de Clínica Médica; Domingo Cabred, del Instituto de Psiquiatría, y Ángel H. Roffo, del Instituto de Medicina Experimental. Pero fue Pedro Elizalde, docente de anatomía patológica quien descubriría en el joven Florencio la vocación docente dejándole la responsabilidad de instruir, en esa área médica, a una comisión numerosa de estudiantes. Ya en 1942, y con 38 años, ganaba por unanimidad de votos del jurado el grado de profesor adjunto de Pediatría de la Universidad de Buenos Aires. 

Un hombre que está solo y espera

Fue en esa misma época en que Florencio Escardó comenzó a fermentar en su interior un rechazo total hacia la ortodoxia médica tal cual estaba planteada tanto en ámbitos asistenciales como en académicos. La medicina, confesaba, tal cual la veía a mí alrededor se me tornó incomprensible, entendí en medio de agudas revisiones que yo no tenía mucho que ver con “el caso clínico” y con el niño singular que me querían mostrar en las clases. Los libros de pediatría, aun los más afamados, me parecieron de pronto tan chirriantes y obsoletos como los tranvías, sentí que algo sonaba a hueco pero no sabía bien qué y empecé a experimentar algo así como un sacro horror a los cazadores de premios, a los coleccionistas de certificados de cursos consistentes en ringleras de disertaciones preparadas el día anterior. Percibí en la vida académica un proceso inflacionario como en la moneda y sin pausa pero con prisa me fui alejando de un mundo cultural que ya no tenía nada que ver conmigo. 

Por primera vez Florencio se sintió solo, ¿acaso como un hijo bastardo de las ciencias médicas? Para él la llamada medicina del niño era una medicina infantil, donde el lugar que la madre del paciente ocupaba era la planicie de un terreno sinuoso y molesto; no de alguien que podía formar parte del equipo de agente de curación para transitar, con capacitación mediante, el espacio de la asistencia afectiva. Así pues, las palabras de solidaridad para consigo venían desde muy lejos, y aunque médicos y científicos de todas las latitudes y de renombre mundial le suministraban la contención adecuada, en el medio hostil en el que desarrolló sus ideas revolucionarias, (aunque para él no lo hayan sido) no fueron suficientes; pues también recaería sobre sus espaldas la toma de la Facultad debido al golpe de estado de 1945. Si todo conspiraba contra su voluntad, era hora de cargarse los petates sobre los hombros de la tolerancia, pero contra las fuerzas arrolladoras de la barbarie, lo que provocaría su exilio de los claustros académicos durante nueve años.  Si bien el doctor Escardó sintió la mutilación de la vida asistencial hospitalaria, no así el de la cátedra. Se enseña lo mismo en un paraninfo, decía, que en una mesa de café. Al tiempo comenzó a dar sus cursos en su consultorio y en su domicilio particular. Allí formaría, paradójicamente, a sus mejores discípulos. Las cátedras, sin partes de clases ni obligaciones académicas, comenzaron a desplazarse también hacia el interior del país. Florencio volvía a darle oxígeno a la llama ardiente que lo acompañó desde que pisó por primera vez la facultad. Sin embargo, aún se hallaba en su mente la idea de volver a darle a sus clases un marco institucional que le darían la posibilidad de realizar sus cambios revolucionarios.

Cenizas y diamantes

Organizar una cátedra devastada desde claustros académicos desvencijados, no fue una empresa fácil; había que inducirse el coraje y volver a conquistar los espacios perdidos. El 28 de diciembre de 1956 Escardó gana por concurso el grado de profesor titular de Pediatría, esto significaba, además, instruir a sus alumnos en el conocimiento de la anatomía, la fisiología y la patología del niño. Pero para llegar a concretar esa singular transformación Florencio carecía de salas, laboratorios, consultorios y de aulas. Por razones elementales, nadie que quisiese abordar la enseñanza superior, hubiese podido impartir estudios donde sólo habían quedado los escombros de la administración anterior.  Su primera necesidad fue la de crear un servicio de asistencia pediátrica, lo que hizo tras ganar también por concurso la jefatura de la sala 17 del Hospital de Niños, dirección que ejercía internamente desde el 28 de diciembre de 1955. Por un decreto especial del Ministerio de Salud,  le fue cedido un pabellón del hospital a la Facultad de Medicina. El local constaba de dos pisos con 80 camas, entonces ocupadas por enfermos crónicos o por niños abandonados y con un sólo médico de planta. Muy pronto el número de plazas fue reducido a la mitad y su eficacia aumentada en proporción. A esta iniciativa le adosó un grupo de residentes que bajo sus órdenes cumplían las tareas médicas con obstinación y entrega; disciplina cuyo rigor algunos recordarían para siempre. Años más tarde, el servicio contaba con dos aulas amplias y modernas, un centro audiovisual, un pabellón de psicología con ocho cubículos, una unidad metabólica completa, laboratorios de bacteriología, de microquímica y de isótopos, este último reconocido por la Comisión Nacional de Energía Atómica. Esta colosal transformación llegaría a su punto máximo con la creación de una escuela para padres que dirigió su esposa durante varios años.

Crímenes imperceptibles

Con el funcionamiento de la cátedra y del servicio, el primer planteo que realizó Escardó y su grupo, fue el de poner a pleno la investigación en el meridiano del niño inmediato, presente y circundante, y considerar todo lo demás como literatura médica obsoleta, en el sentido de lo que Molière llamó la novela de la medicina, aclaraba. Históricamente, el país había tenido grandes pediatras, pero no una pediatría argentina; pues, los libros y tratados que informaron a grandes generaciones de estudiantes fueron meras adaptaciones de los temas europeos y norteamericanos. Además, y aquí yace la verdadera concepción de su doctrina, el niño pertenece vitalmente a la antropología y la sociología. Lo que para Florencio Escardó se llamaba pediatría era, en el concepto habitual, exclusivamente la clínica pediátrica que estaba comprendida en el muy reducido aporte de la medicina al estudio del niño enfermo. Por lo tanto,  debió redefinir la pediatría de cabo a rabo, es decir, entender la premisa de quien al hacerse cargo de un niño enfermo debiese ser también el médico del grupo familiar. Escardó había alcanzado la comprensión de que la familia se enferma en conjunto como estructura biológica y que sin excepción alguna la enfermedad del niño es un desequilibrio total que radica en su grupo primario. Si el puente que relaciona al niño con su grupo es el afecto, acaso aquí debiesen estar guardadas las “otras” vitaminas que el niño debía necesitar para su total recuperación; reparación que necesitó de la introducción al servicio de psicólogos en el quehacer diario.  Percibimos, alertaba, la brutal realidad del hospitalismo como una amputación institucional de la familia y nos golpeó el asilo como un crimen social sistematizado. Así, la cátedra fue documentando los distintos y numerosos síntomas, a primera vista imperceptibles, del abandono y que iban desde las convulsiones y la fiebre del destete hasta el marasmo psicógeno. De esta manera pudo hacer del afecto una entidad clínica y una sustancia terapéutica completa  y  tangible. Ver al niño como un conjunto bio-psico-social, le permitió al doctor Escardó intuir la necesidad de internar a las madres con sus hijos y la de incorporar al Hospital de Niños el sistema de residencias para aumentar el número de profesionales médicos en las salas de internación.

La influencia de la cátedra pronto tomó una reputación inesperada. Tanto profesionales de la salud de argentina como del extranjero comenzaron a observar en aquella comunidad médica, una doctrina de trabajo inusual. La influencia de jóvenes médicos, psicólogos y psicopedagogos que se acercaban a la cátedra con el sólo afán de aprender fue tan extraordinaria que hubo que regular la presencia de los participantes. La plenitud espiritual que sintió Florencio Escardó con lo que él y su equipo habían logrado  fue indescriptible. Quizás habría sentido como una íntima afirmación real de que toda una universidad podía ser renovada a partir de una cátedra.  Y lo fue.

La suma de todas las reformas

Florencio Escardó fue un hijo directo del manifiesto inicial del 21 de junio de 1918, mediante el cual se proclamaba la reforma universitaria en el país, lo que le permitió llegar a ocupar cuatro décadas más tarde y por propia convicción, el Decanato de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. De acuerdo con aquellas ideas revolucionarias, Escardó bregó para que todo aquello que se enseñase desde las aulas tuviera una verdadera conexión espiritual con aquél que aprende, pues, decía, toda educación es una larga obra de amor a los que aprenden. Su cátedra fue el epicentro de una histórica transformación pedagógica que en forma constante y silenciosa cambió de raíz la forma de evaluar a los estudiantes; rígida cultura por la cual generaciones de alumnos fueron sometidos a verdaderos trances inhumanos. El fenómeno, decía, no se limita al alumnado sino que impregna  todos los estratos de las escuelas superiores: las impugnaciones sicopáticas, los arreglos y combinaciones que preceden a los concursos no son sino la expresión de un condicionamiento adquirido desde la más temprana vida estudiantil. Escardó suprimió el examen en su forma clásica y lo remplazó por la evaluación continua y regular producto del aprendizaje acompañado. También consiguió que la clase magistral muriese por la propia imposibilidad de cumplirse en una atmósfera oxigenada por sus propias evoluciones educativas. Si bien intentó hacer esta y otras innovaciones extensivas a todas las carreras de grado, como era de esperar, encontró una gran resistencia tanto de los docentes como de los mismos alumnos. No renunció. Toda la comunidad docente oyó primero con escepticismo y luego consideró con admiración un nuevo concepto institucional: extensión universitaria.  Lo que hoy se conoce como “trabajo de campo”, Escardó lo implantó desde su facultad. Saqué, en cuanto me fue posible, el aprendizaje de aula y de hospital, durante más de diez años la cátedra trabajó en la comunidad de la Isla Maciel y los estudiantes hicieron en el centro de salud y en los domicilios gran parte de su entrenamiento; visitaron, además, escuelas, jardines de infantes, tambos y establecimientos fabriles.      

En 1972, a través de su “Carta abierta a los pacientes”, Escardó definía cuál era el rol tanto del médico como el del paciente moderno, en tanto nuevas creencias y valores tuvieron lugar en el ejercicio de la medicina. La carta… abrió una nueva concepción intelectual que en la práctica se tradujo en el acto de  revisar al enfermo, el tocar y ser tocado, creando (o rescatando) un  compromiso humano, sobretodo cuando la mano que palpa, además de indagar, acepta y contiene.

La naturaleza reformista de Florencio también gravitó en otros estratos de la educación, pero todos desprendidos de una misma raíz. Por ejemplo, cuando ocupó el cargo de vicerrector de la Universidad,  consiguió que, tanto en el Colegio Nacional Buenos Aires como en el Carlos Pellegrini, aceptasen mujeres en sus aulas. Entre otras instituciones que fueron objeto de sus innovaciones figuran la SADE (Sociedad Argentina De Escritores) y de la Academia Argentina de Lunfardo, las que presidió por varios años.

Últimas imágenes en la memoria

Florencio Escardó, según sus propias palabras, fue un hombre feliz.  Tenía razones suficientes para sentirse satisfecho. En 1990, una Ordenanza municipal lo distinguía como ciudadano ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. Seis años atrás, recaía sobre su trayectoria literaria el premio Konex. Esta evolución hacia la plenitud tuvo una sola vertiente; la otredad. Y así, aunque supo rodearse también de detractores, fue construyendo una espiritualidad que oscilaba entre la comprensión y la sabiduría. Escardó murió a los 88 años rodeado por sus familiares. En su sepelio, todos sus amigos, pacientes y discípulos fueron a despedirlo como quienes acuden para besar la mano de un santo; quizás sabiendo que detrás de esa soberanía existió un ser profundamente humano.

Guillermo Flavio Marín
Periodista y biógrafo
Redactor columnista de la revista científica “Conexión Abierta” de la Universidad Abierta Interamericana
Columnista del Diario “Cultura para la salud”, publicación bimensual de la Facultad de Medicina de la UAI
Docente de nivel terciario
Secretario Técnico del Decanato de Medicina de la UAI
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