Florencio Escardó: memorias de un pediatra
Un hombre locuaz, de un humor exquisito y de modales refinados, que vestía siempre de elegante traje pero anticuado y que exhibía un moño al mejor estilo Fred Astaire.
Dicen quienes lo recuerdan, que era
un hombre locuaz, de un humor exquisito y de modales refinados, que vestía
siempre de elegante traje pero anticuado y que exhibía un moño al mejor estilo
Fred Astaire. Cuando reía, desenfundaba la risa de un niño pícaro a punto de
cometer una travesura. Hombre de ideales del enciclopedismo de Rousseau y de la reforma
universitaria. Lector voraz de Píndaro, San Cipriano, Tácito, Séneca, Cicerón; y
tan amante de la voz de Carlos Gardel como de las
calles de Buenos
Aires que tanto le dieron letra a su alter ego, Piolín de
Macramé. Los innumerables discípulos que dejó a lo largo de su trayectoria
docente, principalmente los que trabajaron junto con él en la Isla Maciel, lo
recuerdan con el mote de Maestro; una mezcla de
sentimientos que amalgama la sustancia del cariño y la admiración.
Florencio Escardó fue un hombre comprometido
emocionalmente con aquello que creyó justo. Un intelectual implicado con la
medicina sanitaria, la política, la educación; con todo aquello en que la voz
del hombre estuviese involucrada con su impronta humana, como sinónimo de
perfección moral. Y sobre todo fue pediatra. No un médico de niños: pediatra,
como le gustaba que lo llamasen y lo recordasen
en la posteridad, pues, decía, la pediatría es la medicina del hombre y le incumbe todo lo que a cuidado y
encauce físico se refiere (alimentación, higiene), y todo lo que a cuidado y
encauce psicosocial se refiere (regulación afectiva de la vida
familiar).
La
sala 17 del Hospital de Niños Dr. Ricardo Gutiérrez en la que el doctor Escardó
desarrolló las grandes innovaciones de la pediatría en la Argentina, sería
recordada como el epicentro de la medicina humanizada. En aquellas primeras
incursiones en que las madres de bajos recursos se internaban junto con sus
hijos para que la recuperación del niño no fuese traumática, Escardó habría
de desplegar uno de los argumentos más lúcidos que se le conocen en cuanto a la
defensa de su ideal. Ante el revuelo y el desorden que causaba este nuevo tipo
de modalidad hospitalaria, pues todas las madres querían internar a sus hijos en
la sala dirigida por Florencio, el director del hospital le pidió explicaciones
al jefe de la 17, que justificasen el alboroto que había provocado por internar
a las madres junto con los pacientes. Escardó lo miró fijo. Déme un argumento razonable de por
qué no debo hacerlo, le contestó. El portazo que sonó de
tras de él, habría de cerrar innumerables años de abandono y “hospitalismo” en
los niños, temática que supo desarrollar junto a Eva Giberti, su esposa, en una
obra referencial sobre la conducta médica que recorrería el país y que abriría
una nueva forma de observar un fenómeno que nadie había podido
advertir.
Florencio Escardó nació en la
provincia de Mendoza un 4 de agosto de 1904. Probablemente
esta condición de origen geográfica le permitió transformarse, con los años de
residencia en la gran ciudad, (había llegado a Buenos Aires junto con sus padres a los cuatro
años) en un porteño de mirada objetiva; imparcialidad que quedaría expresada,
con el tiempo, en las sucesivas ediciones de sus “¡Oh!” (escuetas pero incisivas
narraciones humorísticas e irónicas con un marcado estilo “Aguafuertes”
arlterianas) o en sus clásicas obras “Geografía” y “Nueva geografía de Buenos Aires” (impecables
descripciones de los 100 barrios porteños).
Escardó pertenece a esa generación
argentina que fue dominada por la
mano de hierro de la llamada República
Conservadora, con su modelo agroexportador que alimentaba con
granos y carnes a una Europa preocupada por la producción a destajo de bienes y
servicios. Por aquellos años, el viejo continente danzaba de la mano de Darwin y
de los microbios; unas estructuras imperceptibles e inestables como el espacio y el
tiempo explicados por Albert Einstein en su teoría de la relatividad de
1905.
Escritor modernista con finas
incursiones en la vanguardia de la generación del 20’, Florencio hundió la pluma en la
poesía a los 22 años cuando publica en 1926 “Poemas de la noche y del silencio”;
obra bucólica – pastoril en la que realizaría sus primeras exploraciones en la
estética del lenguaje poético. En una foto familiar de aquellos años, en la que
sorprende su parecido con García Lorca, se advierte a un joven Florencio con la
fuerza arrolladora de un tren. Eran los años en que mediaba la culminación
del
Colegio Nacional
Bs. As. y su ingreso a la Facultad de ciencias médicas. Años,
por cierto, de una íntima vocación para el ejercicio de la medicina pediátrica.
De esta forma Florencio comenzaba a tomar contacto con la educación
universitaria sistematizada. Por esos tiempos, la Facultad de Medicina
(emplazada en el actual edificio de la Facultad de Ciencias Económicas) estaba
gobernada por un grupo de notables: Juvencio Z. Arce, del Instituto de Anatomía
Normal y Medicina Operatoria; Bernardo A. Houssay, del Instituto de Fisiología;
Luis Agote, del Instituto Modelo de Clínica Médica; Domingo Cabred, del
Instituto de Psiquiatría, y Ángel H. Roffo, del Instituto de Medicina
Experimental. Pero fue Pedro Elizalde, docente de anatomía patológica quien
descubriría en el joven Florencio la vocación docente dejándole la
responsabilidad de instruir, en esa área médica, a una comisión numerosa de
estudiantes. Ya en 1942, y con 38 años, ganaba por unanimidad de votos
del jurado el
grado de profesor adjunto de Pediatría de la Universidad de Buenos Aires.
Un hombre que está solo y
espera
Fue
en esa misma época en que Florencio Escardó comenzó a fermentar en su interior
un rechazo total hacia la ortodoxia médica tal cual estaba planteada tanto en
ámbitos asistenciales como en académicos. La medicina, confesaba, tal cual la
veía a mí alrededor se me tornó incomprensible, entendí en medio de agudas
revisiones que yo no tenía mucho que ver con “el caso clínico” y con el niño
singular que me querían mostrar en las clases. Los libros de pediatría, aun los
más afamados, me parecieron de pronto tan chirriantes y obsoletos como los
tranvías, sentí que algo sonaba a hueco pero no sabía bien qué y empecé a
experimentar algo así como un sacro horror a los cazadores de premios, a los
coleccionistas de certificados de cursos consistentes en ringleras de
disertaciones preparadas el día anterior. Percibí en la vida académica un
proceso inflacionario como en la moneda y sin pausa pero con prisa me
fui alejando de un mundo cultural que ya no tenía nada que ver
conmigo.
Por
primera vez Florencio se sintió solo, ¿acaso como un hijo bastardo de las ciencias médicas?
Para él la llamada medicina del niño era una medicina infantil, donde el lugar
que la madre del paciente ocupaba era la planicie de un terreno sinuoso y
molesto; no de alguien que podía formar parte del equipo de agente de curación
para transitar, con capacitación mediante, el espacio de la asistencia afectiva.
Así pues, las palabras de solidaridad para consigo venían desde muy lejos, y
aunque médicos y científicos de todas las latitudes y de renombre mundial le
suministraban la contención adecuada, en el medio hostil en el que desarrolló
sus ideas revolucionarias, (aunque para él no lo hayan sido) no fueron
suficientes; pues también recaería sobre sus espaldas la toma de la Facultad
debido al golpe de estado de 1945. Si todo conspiraba contra su voluntad, era
hora de cargarse los petates sobre los hombros de la tolerancia, pero contra las
fuerzas arrolladoras de la barbarie, lo que provocaría su exilio de los
claustros académicos durante nueve años. Si bien el doctor Escardó sintió la
mutilación de la vida asistencial hospitalaria, no así el de la cátedra. Se enseña lo mismo en un paraninfo,
decía, que en una mesa de café. Al tiempo comenzó a dar
sus cursos en su consultorio y en su domicilio particular. Allí formaría,
paradójicamente, a sus mejores discípulos. Las cátedras, sin partes de clases ni
obligaciones académicas, comenzaron a desplazarse también hacia el interior del país. Florencio
volvía a darle oxígeno a la llama ardiente que lo acompañó desde que pisó por
primera vez la facultad.
Sin embargo, aún se hallaba en su mente la idea de volver a
darle a sus clases un marco institucional que le darían la posibilidad de
realizar sus cambios revolucionarios.
Cenizas y
diamantes
Organizar una cátedra devastada
desde claustros académicos desvencijados, no fue una empresa fácil; había que
inducirse el coraje y volver a conquistar los espacios perdidos. El 28 de
diciembre de 1956 Escardó gana por concurso el grado de profesor titular de
Pediatría, esto significaba, además, instruir a sus alumnos en el conocimiento
de la anatomía, la fisiología y la patología del niño. Pero para llegar a concretar esa
singular transformación Florencio carecía de salas, laboratorios, consultorios y
de aulas. Por razones elementales, nadie que quisiese abordar la enseñanza
superior, hubiese podido impartir estudios donde sólo habían quedado los
escombros de la administración anterior. Su primera necesidad fue la de crear
un servicio de asistencia pediátrica, lo que hizo tras ganar también por
concurso la jefatura de la sala 17 del Hospital de Niños, dirección que ejercía
internamente desde el 28 de diciembre de 1955. Por un decreto especial
del Ministerio de Salud, le fue cedido un
pabellón del
hospital a la Facultad de Medicina. El local constaba de dos pisos con 80 camas,
entonces ocupadas por enfermos crónicos o por niños abandonados y con un sólo
médico de planta. Muy pronto el número de plazas fue reducido a la mitad y su
eficacia aumentada en proporción. A esta iniciativa le adosó un grupo de
residentes que bajo sus órdenes cumplían las tareas médicas con obstinación y
entrega; disciplina cuyo rigor algunos recordarían para siempre. Años más tarde,
el servicio contaba con dos aulas amplias y modernas, un centro audiovisual, un
pabellón de psicología con ocho cubículos, una unidad metabólica completa,
laboratorios de bacteriología, de microquímica y de isótopos, este último
reconocido por la
Comisión Nacional de Energía Atómica. Esta colosal
transformación llegaría a su punto máximo con la creación de una escuela para
padres que dirigió su esposa durante varios años.
Crímenes
imperceptibles
Con
el funcionamiento de la cátedra y del servicio, el primer planteo que realizó
Escardó y su grupo, fue el de poner a pleno la investigación en el meridiano del
niño inmediato, presente y circundante, y considerar todo lo demás como
literatura médica obsoleta, en el sentido de lo que Molière llamó la novela de la
medicina, aclaraba. Históricamente, el país había tenido
grandes pediatras, pero no una pediatría argentina; pues,
los libros y tratados que informaron a grandes generaciones de estudiantes
fueron meras adaptaciones de los temas europeos y norteamericanos. Además, y
aquí yace la verdadera concepción de su doctrina, el niño pertenece vitalmente a la antropología y
la sociología. Lo que para Florencio Escardó se llamaba pediatría era,
en el concepto habitual, exclusivamente la clínica pediátrica que estaba
comprendida en el muy reducido aporte de la medicina al estudio del niño enfermo. Por lo
tanto, debió redefinir la pediatría de cabo a rabo, es decir, entender la
premisa de quien al hacerse cargo de un niño enfermo debiese ser también el
médico del
grupo familiar. Escardó había alcanzado la comprensión de que la familia se
enferma en conjunto como estructura biológica y
que sin excepción alguna la enfermedad del niño es un desequilibrio total que radica
en su grupo primario. Si el puente que relaciona al niño con su grupo es el
afecto, acaso aquí debiesen estar guardadas las “otras” vitaminas que el niño
debía necesitar para su total recuperación; reparación que necesitó de la
introducción al servicio de psicólogos en el quehacer diario.
Percibimos, alertaba, la brutal realidad del hospitalismo como una
amputación institucional de la familia y nos golpeó el asilo como un crimen social
sistematizado. Así, la cátedra fue documentando los
distintos y numerosos síntomas, a primera vista imperceptibles, del abandono y que iban desde las convulsiones y la fiebre
del destete
hasta el marasmo psicógeno. De esta manera pudo hacer del afecto una entidad
clínica y una sustancia terapéutica completa y tangible. Ver al niño como un
conjunto bio-psico-social, le permitió al doctor Escardó intuir la necesidad de
internar a las madres con sus hijos y la de incorporar al Hospital de Niños el
sistema de residencias para aumentar el número de profesionales médicos en las
salas de internación.
La
influencia de la cátedra pronto tomó una reputación inesperada. Tanto
profesionales de la salud de argentina como
del extranjero
comenzaron a observar en aquella comunidad médica, una doctrina de trabajo
inusual. La influencia de jóvenes médicos, psicólogos y psicopedagogos que se
acercaban a la cátedra con el sólo afán de aprender fue tan extraordinaria que
hubo que regular la presencia de los participantes. La plenitud espiritual que
sintió Florencio Escardó con lo que él y su equipo habían logrado fue
indescriptible. Quizás habría sentido como una íntima afirmación real de que toda una
universidad podía ser renovada a partir de una cátedra. Y lo
fue.
La suma de todas las
reformas
Florencio Escardó fue un hijo
directo del manifiesto inicial del 21 de junio de 1918, mediante el cual se
proclamaba la reforma universitaria en el país, lo que le permitió llegar a
ocupar cuatro décadas más tarde y por propia convicción, el Decanato de la
Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. De acuerdo con aquellas
ideas revolucionarias, Escardó bregó para que todo aquello que se enseñase desde
las aulas tuviera una verdadera conexión espiritual con aquél que aprende, pues,
decía, toda educación
es una larga obra de amor a los que aprenden. Su cátedra
fue el epicentro de una histórica transformación pedagógica que en forma
constante y silenciosa cambió de raíz la forma de evaluar a los estudiantes;
rígida cultura por la cual generaciones de alumnos fueron sometidos a verdaderos
trances
inhumanos. El fenómeno, decía, no se limita al alumnado sino que
impregna todos los estratos de las escuelas superiores: las impugnaciones
sicopáticas, los arreglos y combinaciones que preceden a los concursos no son
sino la expresión de un condicionamiento adquirido desde la más temprana vida
estudiantil. Escardó suprimió el examen en su forma
clásica y lo remplazó por la evaluación continua y regular producto del aprendizaje
acompañado. También consiguió que la clase magistral muriese por la
propia imposibilidad de cumplirse en una atmósfera oxigenada por sus propias
evoluciones educativas. Si bien intentó hacer esta y otras innovaciones
extensivas a todas las carreras de grado, como
era de esperar, encontró una gran resistencia
tanto de los docentes como de los mismos alumnos. No renunció. Toda
la comunidad docente oyó primero con escepticismo y luego consideró con
admiración un nuevo concepto institucional: extensión universitaria. Lo que hoy
se conoce como
“trabajo de campo”, Escardó lo implantó desde su facultad. Saqué, en cuanto me fue posible, el
aprendizaje de aula y de hospital, durante más de diez años la cátedra trabajó
en la comunidad de la Isla
Maciel y los estudiantes hicieron en el centro de salud y en
los domicilios gran parte de su entrenamiento; visitaron, además, escuelas,
jardines de infantes, tambos y establecimientos
fabriles.
En
1972, a
través de su “Carta abierta a los pacientes”, Escardó definía cuál era el rol
tanto del médico como el del paciente moderno, en tanto nuevas creencias y
valores tuvieron lugar en el ejercicio de la medicina. La carta… abrió
una nueva concepción intelectual que en la práctica se tradujo en el acto de
revisar al enfermo, el tocar y ser tocado, creando (o rescatando) un compromiso
humano, sobretodo cuando la mano que palpa, además de indagar, acepta y
contiene.
La
naturaleza reformista de Florencio también gravitó en otros estratos de la
educación, pero todos desprendidos de una misma raíz. Por ejemplo, cuando ocupó
el cargo de vicerrector de la Universidad, consiguió que, tanto en el
Colegio Nacional
Buenos Aires como en el Carlos Pellegrini, aceptasen mujeres en
sus aulas. Entre otras instituciones que fueron objeto de sus innovaciones
figuran la SADE (Sociedad Argentina De Escritores) y de la Academia
Argentina de Lunfardo, las que presidió por varios
años.
Últimas imágenes en la
memoria
Florencio Escardó, según sus propias
palabras, fue un hombre feliz. Tenía razones suficientes para sentirse
satisfecho. En 1990, una Ordenanza municipal lo distinguía como ciudadano ilustre de
la Ciudad de Buenos Aires. Seis años atrás, recaía sobre su trayectoria
literaria el premio Konex. Esta evolución hacia la plenitud tuvo una sola
vertiente; la otredad.
Y así, aunque supo rodearse también de detractores, fue
construyendo una espiritualidad que oscilaba entre la comprensión y
la sabiduría.
Escardó murió a los 88 años rodeado por sus familiares. En su
sepelio, todos sus amigos, pacientes y discípulos fueron a despedirlo como quienes acuden para
besar la mano de un santo; quizás sabiendo que detrás de esa soberanía existió
un ser profundamente humano.
Guillermo Flavio
Marín Periodista
y biógrafo Redactor columnista de la revista científica “Conexión Abierta” de
la
Universidad Abierta Interamericana Columnista del Diario
“Cultura para la salud”, publicación bimensual de la Facultad de Medicina de la
UAI Docente de nivel terciario Secretario Técnico del Decanato de Medicina
de la UAI Mail:
*IntraMed agradece a
Guillermo Flavio
Marín la generosidad de compartir su trabajo con
nuestros lectores
Comentarios
Comentarios reservados a usuarios registrados. Por favor ingrese al sistema o regístrese.