Hay mujeres que darían lo que fuera por tener un par de orgasmos a la semana. Y, sin embargo, durante años Michelle Thompson hubiera dado lo que fuera por bajar de los 300 al día. Durante años pero ya no. Porque Michelle ha dado por fin con la horma de su zapato: Andrew, un vecino divorciado capaz de satisfacer su voracidad.
Lo de Michelle no es un vicio sino una enfermedad poco frecuente ll amada
síndrome de excitación sexual persistente. Una anomalía que hace fluir más sangre de la debida hacia los órganos genitales propiciando el clímax y la excitación sexual.
Durante años ha intentado buscar una cura para su trastorno. Ahora no. Ahora está más o menos satisfecha: "Si alguien viniera y me quitara para siempre mis orgasmos, creo que quedaría devastada".
Hasta ahora Michelle había sobrellevado su trastorno entre la alegría y la desolación. Alegría por el trajín repentino y constante que le late en la entrepierna. Desolación por no poder encontrar un hombre que lo satisfaga.
Los hombres se cansaban de ella
"Todos acababan cansados de mí", dijo hace unos
días en las páginas de un tabloide británico, "pero cuando se lo dije a
Andrew se rió y me dijo que él acabaría conmigo primero".
Dicho y hecho: Michelle y Andrew viven en la misma calle pero en
casas distintas y de vez en cuando cruzan de acera para abandonarse a
los placeres del dulce meneo. "Yo podría hacerlo las 24 horas del día y
él también, normalmente cruzo la calle hasta su casa para tener sexo. Y lo hacemos al menos 10 veces al día", dice.
Un traqueteo que ha disparado la calidad de vida de Michelle, sumida
en una insatisfacción continua por culpa del trastorno. Y no sólo en el
plano personal sino también en su puesto de trabajo: tuvo que dejar su
empleo en una fábrica de galletas porque el ruido de las máquinas le provocaba orgasmos continuos.
Andrew es el primer hombre que está a la altura del reto de Michelle. Y no porque ella no se haya detenido a buscar. Por su cama han pasado muchos hombres.
El primero aguantó sólo unos meses, incapaz de seguirle el paso. Hubo
uno que aguantó cinco años pero también tiró la toalla. "Cuando
rompimos, estaba exhausto, era un hombre derrotado", dice ella.
Nada que ver con Andrew, que trabaja como limpiador en una empresa cercana a Nelson,
la pedanía del condado de Lancaster donde residen los dos. Antes,
Michelle buscaba una cura para sus orgasmos. Ahora no. Dice que le
basta con Andrew.
"Ahora amo la vida de verdad, estamos planeando mudarnos a una casa
juntos y lo haremos en cuanto podamos permitírnoslo. He estado buscando
alguien como Andrew durante mucho tiempo y ahora me siento como si estuviera en el cielo", cuenta Michelle. Suponemos que Andrew, por ahora, también.
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