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Análisis de un hombre cuyos hijos habían nacido por fertilización asistida PDF Imprimir E-Mail
Thursday, 09 de November de 2006
Un paciente en análisis silenciaba el hecho de que sus hijos habían nacido por fertilización con semen heterólogo: el caso permite a la autora destacar cómo “las nuevas opciones ofrecidas por la cultura constituyen formas de legalidad que deben ser atendidas”.

Por ESTHER ROMANO *

 Presentaré mi experiencia en el tratamiento psicoterapéutico del señor Agop, en que se expresa un modo de respuesta respecto de su esterilidad biológica. Las circunstancias en que Agop consultó me permitieron observar, desde una mirada no comprometida en el momento de la toma de decisión, algunas implicancias psíquicas en torno de un aspecto central de su historia, como lo había sido recurrir a la técnica de fertilización heteróloga.

Agop, de 42 años, consultó por indicación médica ante el riesgo de un desequilibrio cardiovascular que conllevaba su obesidad. Investigador en el campo de la geología, estaba casado con una contadora y tenía tres hijos: dos niñas de siete y cinco años y un varón de cuatro. Había tenido una historia de niño aislado, en un hogar sombrío. La madre padecía severas depresiones; el padre, aunque trabajaba en la casa reparando relojes, “era como si no estuviera”: permanecía ensimismado, taciturno. De origen armenio, el genocidio de su pueblo en Turquía los había dejado carentes de lazos familiares; se habían casado en Estados Unidos. Cuando él nació, allí, se decepcionaron que fuera varón, y, al trasladarse a nuestro país, adoptaron prontamente a una niña de cuatro años. A veces sus padres hablaban “secretamente” entre sí en armenio, lengua que nunca le enseñaron. Su padre había muerto a la misma edad en la que Agop consultó, a los 42 años, mientras él, que entonces tenía 12, pasaba un verano de vacaciones con una familia amiga de la madre en Río de Janeiro. Le ocultaron la muerte durante ocho meses “para que no sufriera”.

Estimulado por su madre, logró un desarrollo intelectual notable. Pero estuvo siempre signado por una situación desafortunada en lo económico.

En cuanto a su obesidad, fui trabajando con la hipótesis de fallas en los procesos de diferenciación de la figura materna, y perturbaciones consecuentes en los procesos de integración psique-soma; también, en la línea de las defensas maníacas contra la depresión. En el campo de la transferencia se constataba su rabia contra la dependencia. Su imaginario estaba poblado de una ilusión fusional de completud, asimilado a una identificación matriarcal arcaica. En sus sueños se confundían elementos naturales de la tierra, frutos, alimento, con su propio cuerpo inflado, conteniendo dentro de sí al mundo.

Fantaseaba con publicar un aviso en los diarios para proponer encuentros de a tres, con inclusión de otra mujer. Pudo verse que se le hacía necesaria la ilusión de poseer dos mujeres para reasegurarse de su miedo a quedarse solo (vacío); a ser devorado, o devorar, o matar a una y quedarse con la otra y muchas hipótesis más. La más fuerte era la determinación resultante de fantasías de duplicación de la imagen femenina derivadas de una certeza: su padre taciturno guardaba el “secreto” de que había tenido un anterior matrimonio y una hijita en Estados Unidos y que ambas habían muerto en un accidente automovilístico.

En el curso de una sesión me sorprendió interrogándome sobre cómo debía informar a sus hijos “del origen de los niños”. Lo trajo jocosamente, asociado a la idea que, como era gordo, podía “seguir diciéndoles que nacieron de un repollo”. La interpretación referida a su propio origen, la escena primaria parental, el rechazo paterno vivido, ligado a una fantasía de su propio nacimiento partenogenético y virginal, llevó a la develación de algo que había ocultado activamente en su año de tratamiento: desde muy joven, sabía que él mismo era estéril.

Si bien con su mujer se habían propuesto adoptar niños al casarse, luego ella “se echó atrás”; en un viaje a Estados Unidos, contactaron con un equipo interdisciplinario de esterilidad, y meses más tarde efectivizaron la primera fertilización heteróloga. Luego efectuaron las otras dos.

Su decisión se había basado en el argumento de que “si en una adopción eran hijos de otro, ¿por qué no habría de ‘adoptarse’ sólo el semen?”. De este modo “podría permitirle a su mujer el placer de procrear y amamantar”.

El dolor psíquico de traer a sus sesiones este antecedente se acompañó de vivencias de vacío y desamparo. El dolor por su esterilidad aparecía estrechamente ligado a la ausencia de “mirada” materna (Donald Winnicott) y al rechazo de su padre. Un mandato transgeneracional destructivo, violento, en la desmentida a su identidad como hijo, había nutrido su certeza de ser, profundamente, “un paria”. Me fue relatando cómo todas estas vivencias se le habían ido borrando con los sucesivos embarazos y nacimientos de sus hijos. Profundamente, estaba activa su omnipotencia triunfal sobre la pareja parental, con fantasías de identificación bisexual; con desmentida de la dependencia y el abandono mediante el dominio de la realidad a través de la tecnología.

Me he planteado, en el estudio de este caso, si no resultan aplicables las condiciones que Winnicott define como “de mayor salud”, en que “el self falso resulta un protector (desesperado) del self verdadero”: expuesto el self verdadero a la cruda realidad de su esterilidad sin salida, abandono parental, mandatos transgeneracionales mortíferos, ¿no afloraría una depresión severa, con el consecuente riesgo de ideación suicida? En la dialéctica de la transferencia desplegó vivencias corporales primitivas, asociadas a un frío tenebroso, su impotencia ante imágenes maternas pletóricas (como Diana Efeso, con la que se identificaba) pero abandonantes.

Poco a poco, su condición de gordito alegre y goloso desnudó al joven escuálido, en asociación con el abuelo paterno que comía papas crudas cuando escapaba del genocidio armenio.

Desde otro borde, el de la ilusionalidad-creativa, he considerado, en torno de la fertilización heteróloga, la hipótesis de una identificación fusional benigna, no sólo con el vientre femenino fértil, sino con el portador del semen donante: ser madre-padre. La ilusión mágica de re-crear a la madre depresiva, al padre ausente, darles niños; recuperar en el plasma germinativo a los seres de su prehistoria que habían sido amados por su padre.

Me interrogué muchas veces sobre cómo le había sido posible guardar tanto tiempo, en su terapia, el silencio de su particular identidad como padre. Me contesté en principio que, en mayor o menor medida, todo humano tiene una zona secreta que celosamente guarda en reserva hasta la oportunidad de un encuentro, afirmando la necesidad de recuperar la confianza (Winnicott) y la esperanza de hallar un objeto satisfactor. Agop había sido hijo biológico de su padre, pero no lo fue en cuanto al amparo. Su reconocimiento filiatorio había sido un hecho formal, mero trámite. Su esterilidad, como corte en la cadena del plasma germinativo generacional, refrendó, en su imaginario, la falta paterna.

Es remarcable que la revelación de su esterilidad biológica y el empleo de la fertilidad heteróloga en la gestación de sus tres hijos se había desencadenado a partir de su pregunta sobre cómo informar sobre “el origen de los niños”: ello se eslabonó a la fantasía de que sus propios padres constituían un matrimonio “por arreglo”.

Puede hipotetizarse que la asunción de su propio límite, la aceptación del semen heterólogo, le permitió inscribirse, de modo proyectivo, mágico y omnipotente, como un “neopadre”; así, el rumbo de sus defensas contra las ansiedades de pérdida y de vacío habría obtenido alternativas legitimadas por la cultura de nuestro tiempo.

Por otra parte, el vínculo con sus hijos aparecía adecuado. No había ambivalencia manifiesta, probablemente por la paradoja de que ellos, al no provenir del plasma germinativo generacional, no se constituían en mensajeros de la muerte, del genocidio, del accidente secreto.

Finalizada su psicoterapia, me visitó periódicamente: había superado su compulsión masoquista a someterse a su rivales y las dificultades para ganar dinero. En cuanto a sus tres hijos, que ya son adolescentes, no presentaron disturbios conductuales ni alteraciones severas en su psiquismo.

El caso de Agop –donde se entrecruzan determinantes biológicos, históricos y sociales relativos al lugar del cuerpo, los mandatos transgeneracionales y la impronta cultural– me lleva a resaltar que las opciones desiderativas ofrecidas por la cultura constituyen nuevas formas de legalidad que no deben ser desatendidas. Se trata de mantener el espíritu indagatorio. Hay tormentas sociales y planetarias, pero también hay nuevos recursos. Clínicamente es necesario precisar el quantum de omnipotencia o de destructividad con que esos recursos se incorporan. Pero corresponde reformular los patterns tradicionales y reconocer el derecho a una transicionalidad imaginativa (Winnicott) que redunde en vínculos creativos.

En Agop se enfatiza que la presencia o ausencia de patología de las personas no se basa en modelos conductuales, sino en el monto de afectos saludables desplegados en sus relaciones, particularmente su consideración por el otro. Fue importante reconocerle la modalidad no destructiva de encarar su proyecto vital, el experimentarse deseante pese a su limitación biológica y a los horrores de su historia familiar: los antecedentes del genocidio, los accidentes mortales, la orfandad emocional.

Y cabe preguntarse si, en muchas otras situaciones, una posición de rechazo a los nuevos recursos tecnológicos no podría desembocar en impasses terapéuticas.

* Psicoanalista didacta de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). Texto extractado de un trabajo que será leído el próximo sábado en el congreso “Valores, creencias y patologías actuales”, de la Asociación de Psicología Profunda.


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