Por ESTHER ROMANO *
Presentaré mi experiencia en el tratamiento psicoterapéutico del señor Agop,
en que se expresa un modo de respuesta respecto de su esterilidad biológica. Las
circunstancias en que Agop consultó me permitieron observar, desde una mirada no
comprometida en el momento de la toma de decisión, algunas implicancias
psíquicas en torno de un aspecto central de su historia, como lo había sido
recurrir a la técnica de fertilización heteróloga.
Agop, de 42 años, consultó por indicación médica ante el riesgo de un
desequilibrio cardiovascular que conllevaba su obesidad. Investigador en el
campo de la geología, estaba casado con una contadora y tenía tres hijos: dos
niñas de siete y cinco años y un varón de cuatro. Había tenido una historia de
niño aislado, en un hogar sombrío. La madre padecía severas depresiones; el
padre, aunque trabajaba en la casa reparando relojes, “era como si no
estuviera”: permanecía ensimismado, taciturno. De origen armenio, el genocidio
de su pueblo en Turquía los había dejado carentes de lazos familiares; se habían
casado en Estados Unidos. Cuando él nació, allí, se decepcionaron que fuera
varón, y, al trasladarse a nuestro país, adoptaron prontamente a una niña de
cuatro años. A veces sus padres hablaban “secretamente” entre sí en armenio,
lengua que nunca le enseñaron. Su padre había muerto a la misma edad en la que
Agop consultó, a los 42 años, mientras él, que entonces tenía 12, pasaba un
verano de vacaciones con una familia amiga de la madre en Río de Janeiro. Le
ocultaron la muerte durante ocho meses “para que no sufriera”.
Estimulado por su madre, logró un desarrollo intelectual notable. Pero estuvo
siempre signado por una situación desafortunada en lo económico.
En cuanto a su obesidad, fui trabajando con la hipótesis de fallas en los
procesos de diferenciación de la figura materna, y perturbaciones consecuentes
en los procesos de integración psique-soma; también, en la línea de las defensas
maníacas contra la depresión. En el campo de la transferencia se constataba su
rabia contra la dependencia. Su imaginario estaba poblado de una ilusión
fusional de completud, asimilado a una identificación matriarcal arcaica. En sus
sueños se confundían elementos naturales de la tierra, frutos, alimento, con su
propio cuerpo inflado, conteniendo dentro de sí al mundo.
Fantaseaba con publicar un aviso en los diarios para proponer encuentros de a
tres, con inclusión de otra mujer. Pudo verse que se le hacía necesaria la
ilusión de poseer dos mujeres para reasegurarse de su miedo a quedarse solo
(vacío); a ser devorado, o devorar, o matar a una y quedarse con la otra y
muchas hipótesis más. La más fuerte era la determinación resultante de fantasías
de duplicación de la imagen femenina derivadas de una certeza: su padre
taciturno guardaba el “secreto” de que había tenido un anterior matrimonio y una
hijita en Estados Unidos y que ambas habían muerto en un accidente
automovilístico.
En el curso de una sesión me sorprendió interrogándome sobre cómo debía
informar a sus hijos “del origen de los niños”. Lo trajo jocosamente, asociado a
la idea que, como era gordo, podía “seguir diciéndoles que nacieron de un
repollo”. La interpretación referida a su propio origen, la escena primaria
parental, el rechazo paterno vivido, ligado a una fantasía de su propio
nacimiento partenogenético y virginal, llevó a la develación de algo que había
ocultado activamente en su año de tratamiento: desde muy joven, sabía que él
mismo era estéril.
Si bien con su mujer se habían propuesto adoptar niños al casarse, luego ella
“se echó atrás”; en un viaje a Estados Unidos, contactaron con un equipo
interdisciplinario de esterilidad, y meses más tarde efectivizaron la primera
fertilización heteróloga. Luego efectuaron las otras dos.
Su decisión se había basado en el argumento de que “si en una adopción eran
hijos de otro, ¿por qué no habría de ‘adoptarse’ sólo el semen?”. De este modo
“podría permitirle a su mujer el placer de procrear y amamantar”.
El dolor psíquico de traer a sus sesiones este antecedente se acompañó de
vivencias de vacío y desamparo. El dolor por su esterilidad aparecía
estrechamente ligado a la ausencia de “mirada” materna (Donald Winnicott) y al
rechazo de su padre. Un mandato transgeneracional destructivo, violento, en la
desmentida a su identidad como hijo, había nutrido su certeza de ser,
profundamente, “un paria”. Me fue relatando cómo todas estas vivencias se le
habían ido borrando con los sucesivos embarazos y nacimientos de sus hijos.
Profundamente, estaba activa su omnipotencia triunfal sobre la pareja parental,
con fantasías de identificación bisexual; con desmentida de la dependencia y el
abandono mediante el dominio de la realidad a través de la tecnología.
Me he planteado, en el estudio de este caso, si no resultan aplicables las
condiciones que Winnicott define como “de mayor salud”, en que “el self falso
resulta un protector (desesperado) del self verdadero”: expuesto el self
verdadero a la cruda realidad de su esterilidad sin salida, abandono parental,
mandatos transgeneracionales mortíferos, ¿no afloraría una depresión severa, con
el consecuente riesgo de ideación suicida? En la dialéctica de la transferencia
desplegó vivencias corporales primitivas, asociadas a un frío tenebroso, su
impotencia ante imágenes maternas pletóricas (como Diana Efeso, con la que se
identificaba) pero abandonantes.
Poco a poco, su condición de gordito alegre y goloso desnudó al joven
escuálido, en asociación con el abuelo paterno que comía papas crudas cuando
escapaba del genocidio armenio.
Desde otro borde, el de la ilusionalidad-creativa, he considerado, en torno
de la fertilización heteróloga, la hipótesis de una identificación fusional
benigna, no sólo con el vientre femenino fértil, sino con el portador del semen
donante: ser madre-padre. La ilusión mágica de re-crear a la madre depresiva, al
padre ausente, darles niños; recuperar en el plasma germinativo a los seres de
su prehistoria que habían sido amados por su padre.
Me interrogué muchas veces sobre cómo le había sido posible guardar tanto
tiempo, en su terapia, el silencio de su particular identidad como padre. Me
contesté en principio que, en mayor o menor medida, todo humano tiene una zona
secreta que celosamente guarda en reserva hasta la oportunidad de un encuentro,
afirmando la necesidad de recuperar la confianza (Winnicott) y la esperanza de
hallar un objeto satisfactor. Agop había sido hijo biológico de su padre, pero
no lo fue en cuanto al amparo. Su reconocimiento filiatorio había sido un hecho
formal, mero trámite. Su esterilidad, como corte en la cadena del plasma
germinativo generacional, refrendó, en su imaginario, la falta paterna.
Es remarcable que la revelación de su esterilidad biológica y el empleo de la
fertilidad heteróloga en la gestación de sus tres hijos se había desencadenado a
partir de su pregunta sobre cómo informar sobre “el origen de los niños”: ello
se eslabonó a la fantasía de que sus propios padres constituían un matrimonio
“por arreglo”.
Puede hipotetizarse que la asunción de su propio límite, la aceptación del
semen heterólogo, le permitió inscribirse, de modo proyectivo, mágico y
omnipotente, como un “neopadre”; así, el rumbo de sus defensas contra las
ansiedades de pérdida y de vacío habría obtenido alternativas legitimadas por la
cultura de nuestro tiempo.
Por otra parte, el vínculo con sus hijos aparecía adecuado. No había
ambivalencia manifiesta, probablemente por la paradoja de que ellos, al no
provenir del plasma germinativo generacional, no se constituían en mensajeros de
la muerte, del genocidio, del accidente secreto.
Finalizada su psicoterapia, me visitó periódicamente: había superado su
compulsión masoquista a someterse a su rivales y las dificultades para ganar
dinero. En cuanto a sus tres hijos, que ya son adolescentes, no presentaron
disturbios conductuales ni alteraciones severas en su psiquismo.
El caso de Agop –donde se entrecruzan determinantes biológicos, históricos y
sociales relativos al lugar del cuerpo, los mandatos transgeneracionales y la
impronta cultural– me lleva a resaltar que las opciones desiderativas ofrecidas
por la cultura constituyen nuevas formas de legalidad que no deben ser
desatendidas. Se trata de mantener el espíritu indagatorio. Hay tormentas
sociales y planetarias, pero también hay nuevos recursos. Clínicamente es
necesario precisar el quantum de omnipotencia o de destructividad con que esos
recursos se incorporan. Pero corresponde reformular los patterns tradicionales y
reconocer el derecho a una transicionalidad imaginativa (Winnicott) que redunde
en vínculos creativos.
En Agop se enfatiza que la presencia o ausencia de patología de las personas
no se basa en modelos conductuales, sino en el monto de afectos saludables
desplegados en sus relaciones, particularmente su consideración por el otro. Fue
importante reconocerle la modalidad no destructiva de encarar su proyecto vital,
el experimentarse deseante pese a su limitación biológica y a los horrores de su
historia familiar: los antecedentes del genocidio, los accidentes mortales, la
orfandad emocional.
Y cabe preguntarse si, en muchas otras situaciones, una posición de rechazo a
los nuevos recursos tecnológicos no podría desembocar en impasses
terapéuticas.
* Psicoanalista didacta de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA).
Texto extractado de un trabajo que será leído el próximo sábado en el congreso
“Valores, creencias y patologías actuales”, de la Asociación de Psicología
Profunda.