Los niños también se deprimen, y no necesariamente a causa de un acontecimiento
penoso. Las manifestaciones a través de las cuales la depresión se expresa, así
como las causas que la originan, no siempre resultan evidentes.
Si bien la idea de la niñez, asociada a una etapa sin conflictos, ha quedado
atrás, resulta difícil aceptar que haya niños que puedan padecer un sufrimiento
depresivo. ¿Cuáles son los eventuales indicios orientadores de una depresión en
la infancia?
Las manifestaciones sintomáticas propias de los cuadros
depresivos son de naturalezas muy heterogéneas. Sus combinatorias arman en cada
caso una constelación singular. A su vez, la magnitud del problema nos lleva a
considerar categorías diferenciales según se trate de una crisis de reacciones
depresivas puntuales o de un estado depresivo generalizado. Los equivalentes
depresivos, como por ejemplo ciertas quejas somáticas, entre las cuales
predominan las cefaleas y los dolores de panza, sustituyen los síntomas típicos
en los adultos.
Dado que la depresión en la infancia se presenta de
maneras muy variadas, puntualizaremos solamente algunas de ellas. ¿A qué prestar
atención?
- Sentimientos de impotencia: pérdida de interés, de
energía vital, poca confianza en sí mismo, momentos de vacío y extravío,
autodesvalorización ("no me sale").
- Alteraciones funcionales: trastornos del sueño, de
la alimentación; malestares corporales; desconcentración y desconexión ("está en
la luna"); restricciones funcionales del yo (inhibiciones).
- Dificultades en las relaciones con los otros:
resignación, sentimientos de no ser querido, retraimiento, dificultad para
incluirse en situaciones grupales.
- Oscilaciones del humor y estados de ánimo: apatía,
irritabilidad, agresión, enojo, o bien excesiva buena conducta y sumisión.
Inestabilidad, facilidad para el llanto; abatimiento afectivo.
En los padres, este panorama, además de impotencia, desorienta
en torno de qué hacer. El itinerario habitual de preguntas que buscan el porqué
va descartando factores de la realidad. Constatadas las condiciones básicas de
subsistencia, se abre un registro más sutil que nos deja sin poder comprender el
enigmático circuito de los procesos afectivos.
La perspectiva de un niño
difiere necesariamente del ángulo desde el cual pregunta el adulto. De ahí que,
pese a hacer un inventario abarcativo de preguntas para entender qué le está
pasando, se nos escape el nudo de la cuestión.
¿Cómo situar la depresión
en el niño? El crecimiento supone, inevitablemente, pérdidas y conquistas. Los
apremios de la vida se refieren a aquellas presiones o desafíos que, desde muy
temprano, afectan al niño. El nacimiento de un hermano, la separación de los
padres, duelos, migraciones y otras situaciones cotidianas implican un trabajo
psíquico.
Un buen procesamiento de estas circunstancias puede devenir un
aporte al crecimiento. Pero como cuando los recursos subjetivos y familiares
resultan insuficientes, el desvalimiento se hace sentir. Sentimientos de
fragilidad, tristezas, decaimiento, ganan espacio.
El paso del tiempo y
la conciencia de las propias limitaciones plantean renuncias, sutiles duelos que
dejan sus marcas. Estos duelos tienen sus costos psíquicos. Para solventarlos,
el niño dispone de un patrimonio subjetivo en el que se combinan la
autovaloración, el reconocimiento de su entorno, la imagen que la vida le
devuelve de sí. Cuando las "reservas" son magras, se produce un déficit que
constituye un clima propio de la depresión.
No siempre coincide quien
uno es con quien uno quisiera ser. Tal brecha es, a veces, difícil de soportar.
Estos conflictos se suelen escenificar en situaciones que la inseguridad corroe
la confianza y la estima de sí. Afectan o bien el rendimiento escolar o bien la
integración social, la autoimagen, entre otros.
El tan mentado complejo
de inferioridad revela la insatisfacción de la propia mirada sobre sí, ya que
insinúa o aun potencia las vivencias depresivas.
En ocasiones, nos
encontramos con un perfil aparentemente opuesto al descripto hasta ahora, que
podría resultar engañoso. Niños excitados, inconstantes, que picotean un poquito
de todo sin comprometerse en profundidad. Podríamos denominarlo como un estado
psíquico de zapping con el que el niño evita detenerse, por lo cual obvia
el sentimiento depresivo. Un exceso de estimulación es requerido por el niño,
que parece no poder descansar ni sentirse satisfecho.
Los padres
intervienen probando distintas estrategias para contener estas manifestaciones
emocionales de sus hijos. Este alivio a menudo resulta efectivo
transitoriamente. Cuando el problema insiste como tal, está reclamando un
desciframiento de su razón de ser. Recurrir a un psicoanalista de niños permite
un espacio para pensar y develar algunos interrogantes. Despejar incógnitas,
evitar la cristalización de los síntomas y disminuir el sufrimiento del niño son
las coordenadas que definen la experiencia de la consulta.
Las
autoras son psicoanalistas especialistas en niñez y adolescencia
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