JOSÉ LUIS MEDIAVILLA RUIZ «Ciencia
es un lenguaje bien hecho», nos vino a decir Condillac haciéndonos ver
la imprescindible necesidad de que las palabras respondan a los hechos.
La medicina posee una
doctrina, elaborada después de muchos siglos y que define al cuerpo
médico. El ejercicio de la misma requiere una iniciación, una formación
y un reconocimiento oficial, refrendados con las titulaciones
correspondientes.
El lenguaje médico tiene sus caracteres propios, sus peculiaridades, no siempre asequibles a los profanos en medicina.
La libertad de expresión no presupone que es cierto todo lo que
se expresa. En la actualidad, donde todo lo demagógico es celebrado, se
tiende a confundir el principio de que «nadie tiene derecho a saber más
que nadie», con el hecho incontrovertible de que de ciertos asuntos hay
quien sabe y quien ignora. Y en el caso de la medicina, podemos repetir
el viejo aforismo de que «de medicina se sabe poco, pero lo poco que se
sabe lo saben los médicos».
Los términos signo, síntoma, síndrome, enfermedad, gozan de
perfecta vigencia, pero concretamente el de «síndrome» ha pasado a ser
utilizado en ambientes extramédicos de forma tal que se hace difícil
otorgarle el significado que hasta ahora tenía.
El empleo de epónimos en medicina, esto es, la «designación de
una parte, órgano, enfermedad u otra cosa por el nombre de una persona
o lugar» (por ejemplo, enfermedad de Casal, enfermedad de Alzheimer,
etcétera) ha enriquecido la literatura médica a través de los años, con
la doble función de honrar a sus descubridores a la par que la de
servir de mnemónicos; sin embargo, el uso del epónimo (generalmente
precedido de la palabra «síndrome») ha de ser preciso y en
correspondencia con el ordenamiento nosológico. No se trata, como es
obvio, de figuras metafóricas, pues únicamente conociendo los
fundamentos de este uso sabremos en realidad de qué estamos hablando,
puesto que lo que en definitiva importa en patología médica es el
lenguaje científico, no el epónimo.
Pero el mundo «cultural» actual permite otras prácticas, de
modo que tanto en el lenguaje coloquial como en el de la prensa diaria
podemos comprobar la inusitada frecuencia con la que se utiliza el
término «síndrome», anteponiéndolo a personajes o situaciones más o
menos pintorescas (síndrome de Peter Pan, síndrome de la madrastra de
Blancanieves, síndrome del fin de semana, etcétera), tratando con ello
de otorgar a la frase una naturaleza de enfermedad. Ante todo este
confusionismo, el médico tiene el deber de poner en evidencia tales
excesos y arbitrariedades, preservando así de errores el acervo
científico de la patología general. Porque el problema de todos estos
lenguajes estriba en que pueden generar la impresión de que «todo el
mundo puede hablar de los asuntos médicos», cuando, en realidad, a lo
que conducen es a «romper o deshacer el lenguaje médico», dejando la
actividad médica bajo sospecha.
Por inofensivo que pudiera parecer cualquier mistificación o
desplazamiento semántico en este terreno, siempre ha de resultar
ambiguo o demoledor.
Esto da pie para hacer un excurso, planteando el fenómeno que
arriba dejo señalado como un acontecimiento surgido de forma
artificiosa entre las fronteras existentes entre la psicología y la
psiquiatría. Digo de forma artificiosa en el sentido de tergiversadora,
ajena por tanto a la verdadera historia de la psicología, a su
encomiable labor dentro de las ciencias humanas y a su valiosa función
como fiel colaboradora de la medicina de todos los tiempos.
Hace algunos años llegó a mis manos el fallo de una sentencia
de la Audiencia Provincial de Oviedo en la cual los magistrados, al
referirse a la prueba pericial practicada en autos, hicieron, entre
otras, la siguiente afirmación: «...Que no debió el juzgador de la
primera instancia modificar sin justificación alguna la titulación del
perito a designar para practicar tal prueba, pues una cosa es ser
especialista en psicología y otra bien diferente en psiquiatría, hasta
el punto de que la primera no exige el título de licenciado en
Medicina, imprescindible en la segunda, y ello no sólo porque así lo
había acordado mediante auto firme, que obliga a las partes y también a
quien lo dicta si no media justa causa en contrario, sino por la misma
naturaleza del hecho a demostrar: una enfermedad psíquica absolutamente
específica de la rama de la medicina conocida como psiquiatría».
El contenido de dicha sentencia constituía en realidad una
réplica al informe de un psicólogo el cual incurría flagrantemente en
excesos, invadiendo doctrina médica, e incluyendo comentarios acerca no
sólo de las «enfermedades mentales», sino de otras patologías
orgánicas, así como de las indicaciones farmacológicas, etcétera.
Me llamó la atención especialmente la clarividencia de tal
sentencia, pues desde tiempo atrás venía produciéndose el hecho de que
bien por falta de información o por una información equívoca, se
tendían a confundir las funciones de la psicología y las de la
psiquiatría, dos actividades que, aunque distintas en su naturaleza y
en sus métodos, siempre convivieron dentro de una armónica y fructífera
colaboración.
Desgraciadamente, la mayor parte de la gente y no pocos
responsables políticos y sanitarios son incapaces de discernir el campo
de la psiquiatría y la psicología. A todos ellos han de resultar
ilustrativas las palabras de López Ibor senior, un gran maestro de la
psiquiatría: «Actualmente, en todas las clínicas psiquiátricas existe
un departamento de psicología clínica, que no interfiere la actividad
clínica, sino que colabora con ella. En cambio, querer constituir
clínicas psicológicas independientes es un desbordamiento de las
finalidades propias de la psicología clínica, al borde del intrusismo
profesional. La razón es clara: si en las clínicas psicológicas se
ocupan de personalidades anómalas o de los problemas morbosos en
personalidades normales, invaden totalmente el campo de la medicina»...
«La psicología clínica es, pues, un método especial de exploración y no
una ciencia autónoma y rival de la psiquiatría. Mucho menos será un
sustituto. Y si de enfermos se trata, nunca podrá ejercerse sin ser
médico o sin colaborar con el médico. Toda actividad psicológica con
enfermos sin ser médico es pura y simplemente amoral».
La psiquiatría es una especialidad médica y, como tal, se
ocupa de las enfermedades mentales, es decir, de la «clínica
psiquiátrica». Solamente partiendo de la proposición kantiana de
«encomendar los locos a los filósofos y no a los médicos», esto es,
considerando que lo que hasta ahora ha venido entendiéndose como
enfermedad mental pasara a juzgarse ajeno a la patología médica,
debería ser encomendado, según la interpretación que se le diera, a
psicólogos, filósofos, sociólogos, pedagogos, sacerdotes, etcétera. De
ser así, habría de hablarse, entonces, de «disgustos», «reacciones»,
«adversidades», «tristezas», «desengaños», pero no de «enfermedades» y,
en consecuencia, en ningún caso calificar tales fenómenos como causas
de «invalidez por causa médica», etcétera, u otras situaciones tan
vinculadas desde siempre al mundo laboral y al de la justicia.
En conclusión: la cuestión es tan simple que no permite más
que una interpretación: en cualquier país civilizado para tratar
enfermedades hace falta estar en posesión de la correspondiente
titulación médica, y para tratar «enfermedades mentales» es preceptivo
ser médico y estar especializado en psiquiatría.
El enfermo, cualquiera que sea la naturaleza de su enfermedad,
ha de ser atendido por el médico, el cual, si lo estima oportuno,
recabará colaboración con el biólogo, el analista o el psicólogo
«clínicos», etcétera.
José Luis Mediavilla Ruiz es doctor en Medicina,
especialista en Neurología y Psiquiatría, miembro numerario de la Real
Academia de Medicina de Oviedo.
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