Con cerca de 250 millones de afectados y 300.000 nacimientos anuales,
la talasemia, nombre genérico con el que se denomina al conjunto de
enfermedades de la sangre que incluyen anormalidades en la hemoglobina,
es la patología hereditaria más frecuente en el mundo. En nuestro país
afecta a un 1- 2% de la población, si bien se espera un incremento de
prevalencia en los próximos años como consecuencia de la inmigración.
Identificada inicialmente en la cuenca
mediterránea, la talasemia fue descrita originariamente como una
enfermedad propia de las zonas costeras del Mare nostrum, lo
que explica su etimología –del griego thalassa, mar, y amia, sangre–.
Una afirmación incorrecta dada su dispersión, aun muy heterogénea, por
todo el mundo, a la que también han ayudado notablemente las
migraciones. En la actualidad, las zonas de mayor prevalencia se
localizan en la región mediterránea, oriente medio y sudeste asiático,
China e India.
Concretamente, la talasemia se caracteriza por la alteración o
carencia, total o parcial, de los genes que codifican para las 2
cadenas α y 2 β, de la hemoglobina, fundamentales en el transporte de
oxígeno. La forma más grave, la β-talasemia mayor o anemia de Cooley
–en torno a un centenar de casos en nuestro país–, es causada por la
ausencia de las cadenas ‚ y se manifiesta –palidez, alteración del
sueño, rechazo de alimentos y vómitos– entre el tercer y el octavo mes
de vida.
A la espera de avances significativos en terapia génica, el
trasplante de médula ósea constituye la única vía para curar la
β-talasemia mayor. En caso de no administrar ningún tratamiento, el
paciente sufrirá, entre otras manifestaciones, ictericia, úlceras
cutáneas, cálculos biliares, agrandamiento de huesos, esplenomegalia y,
finalmente, la muerte. Por ello, requieren transfusiones periódicas de
sangre durante toda la vida que, a su vez y de no administrar
quelantes, originan una sobrecarga de hierro que puede provocar daños
graves en, entre otros órganos, el hígado y el corazón.
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