Hace un par de años unos colegas me hicieron el favor de preguntar a médicos de hospitales si creían necesario investigar para combatir a las bacterias resistentes con nuevos antibióticos. Lo más sorprendente no es que dos tercios dijesen que no, sino que la razón esgrimida era que los antibióticos ya existentes, o una combinación de ellos, resuelven en los hospitales el 80% de las infecciones. Quedaba implícito que un 20% de los casos no se resolvían; en otras palabras, que el enfermo no sobrevivía. Preguntados por si esos casos tenían algo en común, la respuesta era que son enfermos con uno de tres problemas: están inmunodeprimidos, han sufrido una cirugía mayor o son viejos.
Intento reflexionar sobre el porqué a determinados enfermos se les
considera casos perdidos. ¿Se aplican criterios muy economicistas al
derecho de los enfermos? Para explicarme, ¿si el enfermo con pulmonía
tiene 40 años, un individuo productivo, hay que curarle, pero
si tiene 80 no? Seguramente si lo preguntamos así nadie admitirá que
uno y otro tengan derechos diferentes, pero no considerar importante
encontrar curas para uno de ellos tiene ese significado. Además, es que
el riesgo de contraer la pulmonía aumenta significativamente con la
edad. Tampoco es hoy frecuente que personas sanas enfermen de
tuberculosis, pero la incidencia de esta enfermedad entre los enfermos
de sida no es despreciable, y el bacilo de Koch es cada día más
resistente a los antibióticos que le combaten. ¿Tienen estos enfermos
menos derecho a que se trabaje para encontrar una cura para una de las
enfermedades que puede llevarles a la muerte? Una vez más, preguntado
así nadie se atrevería a decirlo. Y raro es quien, con una vida
normal, pesca una infección por bacterias como, por poner un ejemplo de
actualidad, acinetobacter, u otra de las que producen enfermedades
nosocomiales, las que ocurren en los hospitales. Pero esto sí es un
riesgo para quienes han sufrido operaciones quirúrgicas de envergadura.
Una vez más diríamos que estos pacientes debieran tener el mismo
derecho que cualquier ciudadano a que se busquen medios para curarle.
Ni el viejo ni el inmunodeprimido ni el paciente quirúrgico merecen
morir con una infección por mucha edad que tengan o graves que sean sus
otras enfermedades. Aunque no sea la causa fundamental de su muerte,
una infección no es nada agradable de tener. Pero estos
principios elementales de ética parecen estar en segundo plano, casi
diríamos escondidos por el inconsciente colectivo, cosa que contrasta
con la exquisita actitud empleada para otros casos, en que no se trata
ya de vivir o morir, sino de aminorar el sufrimiento que
inevitablemente acompaña al dejar de existir. No intento
culpabilizar a nadie, y menos por su trabajo: los médicos tratan a los
enfermos con su mejor ciencia para curarles, las farmacéuticas
desarrollan las mejores medicinas que pueden y los investigadores
perseguimos ideas que lleven a encontrarlas, hasta los políticos
distribuyen los limitados fondos disponibles para así mejorar nuestras
vidas. ¿Dependen nuestros derechos de según sea de lo que enfermamos?
Nadie en sus cabales responderá afirmativamente, pero un conjunto de
circunstancias contribuye a que al final exista un problema. Para
resolverlo, debemos saber que existe. Si todos tenemos derecho a que se
traten nuestras enfermedades, debemos demandar, desde todos los foros y
a todas las instancias, que se pongan medios para conseguirlo. Urge
encontrar nuevos compuestos que frenen las infecciones, en especial las
causadas por microbios resistentes, y eso no es sencillo, los
antibióticos fáciles de encontrar ya se llevan usando más de medio
siglo. Queda una labor difícil y costosa, tanto en imaginación como en
recursos. Si no la hacemos seguiremos haciéndonos preguntas éticamente
incómodas.
Miguel Vicente es profesor de investigación del CSIC en el Centro Nacional de Biotecnología.
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