Recientes datos hechos
públicos por parte de una empresa encuestadora, y la publicación de un
trabajo analítico y estadístico acerca de la depresión en Uruguay por
el médico psiquiatra Álvaro Lista, exponen algunas cifras
verdaderamente alarmantes tanto de la enfermedad en sí como de una de
sus consecuencias más terribles: el suicidio.
Según informes de la Organización Mundial de la Salud, Uruguay es uno
de los países con más alta tasa de suicidio en el ámbito mundial, y el
primero en América Latina. Durante la mayor parte del siglo XX, las
estadísticas mostraron un promedio de 10 suicidios cada 100.000
habitantes, cifra que se disparó considerablemente en 1998, llegando a
16 casos de autoeliminación, ello sin contar las tentativas, que suelen
ser de 20 por cada suicidio.
La cifra descendió levemente durante los 4 años siguientes, hasta
llegar a 2002, año de la peor crisis financiera de la historia
nacional, cuando el guarismo se volvió a disparar y sobrepasó el
anteriormente registrado. Los números volvieron a descender, pero
durante 2007 nuevamente alcanzaron sus máximos.
Según Lista, 300.000 uruguayos sufrían de depresión en 1998. La
pavorosa cifra ha seguido creciendo, alcanzando sus números más altos
el año pasado. Los casos de suicidio, siempre mayoritarios entre la
población masculina, se han ido extendiendo a franjas etarias cada vez
más jóvenes. En 2007 se suicidaron 44 menores de 20 años, prácticamente
uno por semana.
Si a todo ello le agregáramos el aumento de los casos de violencia
doméstica, cuyas denuncias aumentaron, por ejemplo, en un 56% en 2006,
y a ello sumáramos la incesante corriente de compatriotas que abandonan
el país -Lista sostiene que en el primer trimestre de este año se fue
tanta gente como en igual período de 2002-, la única conclusión posible
a la que podríamos arribar es la de que estamos viviendo en el reino de
la desesperanza.
No es nuestra intención politizar un drama que a primera vista parece
de características privadas, pero es obvio que las tantas veces
prometidas mejoras en las condiciones de vida de parte de las
autoridades gubernamentales, en las expectativas de éxito, en la
justicia social, en el reparto equitativo de los bienes, no ha cuajado
por lado alguno. El país de la tristeza nos acecha a cada paso. No solo
los números no mienten: también lo confirma el rostro de nuestros
compatriotas, sus pasos desalentados, su desconsuelo.
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